Más que un muro
El 9 de noviembre es una fecha recurrente en la Alemania contemporánea. En 1918 se proclamó la República de Weimar. Justo cinco años después tenía lugar el putsch de Múnich, un fallido golpe de Estado llevado a cabo por Hitler y otros dirigentes nazis. Ese mismo día, en 1938, fue escenario de la siniestra Noche de los Cristales Rotos, el salvaje ataque perpetrado por las tropas de asalto de las SA contra ciudadanos judíos.
Pero, más allá de esta coincidencia, muchos conservamos en la retina las imágenes de otro 9 de noviembre, el de 1989, cuando se produjo la caída del Muro de Berlín, un hecho tan sorprendente en su momento como decisivo, que contribuyó a poner fin a la Guerra Fría y propició el camino hacia la reunificación del país. El proceso de glásnost (apertura), iniciado en la Unión Soviética por Gorbachov, se materializaba en la República Democrática Alemana.
El primer gesto visible tuvo su manifestación el día 8. Egon Krenz, nuevo secretario general del Comité Central del Partido Socialista Unificado y jefe de Estado, prometió legalizar los partidos de la oposición. Un día después, berlineses de ambos sectores de la ciudad empezaron a derribar, hasta con las manos, las piedras que habían sustentado una frontera tan artificial como dolorosa.
Atrás quedaban casi tres decenios de separaciones, detenciones e intentos de huida que demasiado a menudo habían acabado en tragedia. “La ciudad mártir de la Guerra Fría resurgió convertida en un ‘Berlín de los prodigios’, decidido a despojarse de los traumas de la historia”, afirma la periodista Gemma Casadevall, testigo directo de la evolución de la ciudad desde la caída del muro y autora de uno de los artículos del dossier.
¿Cómo ha respondido la capital alemana a los cambios que le sobrevinieron a partir de aquel histórico acontecimiento? Las heridas de aquel muro ya no supuran, pero Berlín ha tenido que ir sorteando crisis, desde la del euro hasta la de los refugiados, sin dejar de ser una ciudad en metamorfosis permanente. Isabel Margarit, directora de Historia y Vida.
La metamorfosis permanente
Gemma Casadevall
A las 18.53 del 9 de noviembre de 1989, tras casi dos horas de conferencia de prensa, el miembro del Politbüro de la República Democrática Alemana (RDA) Günther Schabowski leyó un comunicado que daría la vuelta al mundo. Fue a raíz de una pregunta del periodista italiano Riccardo Ehrmann, corresponsal de la agencia de noticias Ansa, sobre la nueva regulación para viajes y visados. Lo que a continuación leyó Schabowski, a modo de respuesta, significaba que se podía hacer algo que desde hacía 28 años era imposible: atravesar cualquier paso fronterizo de la RDA sin visado y sin miedo a recibir un disparo. A partir de cuándo, preguntó el alemán Peter Brinkman. "De inmediato, según mis informaciones" fue la respuesta de Schabowkski, azorado, buscando entre sus papeles. “¿También en Berlín?”, fue la siguiente pregunta. Sí, también en Berlín.
El muro había caído, 10.860 días después del domingo 13 de agosto de 1961 en que la ciudad amaneció atravesada por alambradas, convertidas en las semanas y meses siguientes en 155 kilómetros de muro de hormigón. La abarrotada conferencia de prensa, con medios nacionales e internacionales, había sido transmitida por televisión. Miles de ciudadanos germano-orientales se lanzaron sin esperar precisiones hacia los controles entre el sector este y el oeste. El primero que levantó la valla fue el de la Bornholmer Strasse, hacia las diez de la noche. Nadie sabía lo que ocurriría al minuto siguiente. Tampoco el teniente coronel Harald Jäger, al mando de ese paso fronterizo. Sin otras órdenes que su intuición, subió la valla. Quedó envuelto en besos, abrazos y lágrimas de sus conciudadanos.
Nadie sabía cómo actuar. Tal vez ni Schabowski sabía lo que iba a precipitar con su comunicado, al parecer embargado hasta las cuatro de la madrugada del día siguiente. Pero había la percepción colectiva de que quien cruzara hacia el oeste no debía temer ya por su vida. Había caído el muro de la vergüenza, como se le llamaba en el oeste, o "la muralla de protección antifascista", para el Politbüro comunista. De la Bornholmer Strasse arrancó la noche más hermosa y caótica de la historia reciente berlinesa.
Berlín empezó a dejar de ser esa noche la ciudad mártir de la Guerra Fría. Treinta años después del 9 de noviembre de 1989, la ciudad que alberga el gobierno, parlamento y otras instituciones de la primera potencia europea sigue siendo una capital atípica, acostumbrada a la etiqueta de pobre y endeudada, sin tejido industrial propio, con sueldos más bajos que en Hamburgo o Múnich y alquileres que empezaron a dispararse a los niveles de éstas. Una ciudad con 3,6 millones de habitantes, una cuarta parte de los cuales de origen extranjero, que parece sobrellevar con más entereza su pasado monstruoso -el de capital del Tercer Reich- y el trauma que le sucedió después -los 28 años de división por el muro- que la especulación inmobiliaria actual.
Que el 9 de noviembre de 1989 se levantaran las vallas de la Bornholmer Strasse y otros controles fronterizos sin que a ningún oficial de la RDA se le escapara una bala, en medio de la confusión, es uno de los milagros de esa noche, suele repetirse al evocar ese hito. Tampoco se había escuchado ni un disparo unos meses atrás, el 19 de agosto, cuando en el llamado "Picnic Paneuropeo" convocado en Sopron, Hungría, centenares de germano-orientales pasaron a Austria. El picnic o merienda iba a ser una señal de reconciliación entre Hungría y su vecina Austria, unas semanas después de que los líderes de ambos países -Gyula Horn y Alois Mock- hubieran cortado juntos una alambrada fronteriza. A la merienda de Sopron acudieron cientos de germano-orientales, atraídos por una convocatoria que implicaba cruzar la frontera hacia el oeste sin problemas durante unas horas. La invitación estaba dirigida a austríacos y húngaros. Pero la policía fronteriza dejó hacer.
Fue la primera de una serie de huidas masivas hacia occidente, la señal del resquebrajamiento inminente de un muro levantado en 1961 por orden del jefe del Estado y del Partido, Walter Ulbricht, para frenar la despoblación de la RDA. Desde su fundación, en 1949, habían dejado su territorio 3,5 millones de ciudadanos, del total de 16 millones que tenía la Alemania satelital de Moscú. En su mayoría lo hicieron a través de Berlín, hasta entonces precariamente dividido entre los sectores estadounidense, británico, francés y soviético. Una de las potencias aliadas que se habían repartido Alemania tras la capitulación del Tercer Reich, en 1945, la soviética, veía cómo se desangraba demográficamente su sector. Su respuesta fue la llamada "Franja de la Muerte" que en 1989 se resquebrajaba entre fugas por países vecinos y marchas de germano-orientales al grito de "Wir sind das Volk" -"Nosotros somos el pueblo"-, todos los lunes, cruzando Leipzig y reclamando reformas. El 4 de noviembre, cinco días antes de la caída del muro, medio millón de germano-orientales habían llenado la Alexanderplatz exigiendo también esas reformas. Entre su veintena de oradores había desde escritores como Christa Wolf y Heiner Müller al jefe del espionaje de la RDA, Markus Wolf, y líderes comunistas que pretendían una reforma "desde dentro", como Gregor Gysi. El propio Schabowski estuvo ahí.
Frecuentemente se ha cuestionado si Schabowski sabía de la trascendencia de su comunicado; se ha llegado a apuntar que la pregunta del periodista italiano había sido "inducida" desde arriba para precipitar lo que a continuación ocurrió. Moscú tenía en marcha la "Perestroika" de Mijail Gorbachov. En ocasión del 40 aniversario de la RDA, en octubre de 1989, el líder soviético había advertido al presidente del país satelital, Erich Honecker, de que " la vida castiga a quien llega tarde" -al menos, así quedó reproducida su lapidaria frase en las crónicas de entonces-. Gorbachov representaba la apertura; su presencia fue recibida con entusiasmo esperanzado por los germano-orientales; Honecker, representante el inmovilismo pétreo, dimitió a los pocos días. Fue relevado por el teórico renovador, Egon Krenz. Unas semanas después caía el muro.
Helmut Kohl, supuestamente el ciudadano mejor informado de la República Federal de Alemania (RFA), se encontraba en la noche mágica de 9 de noviembre en Varsovia. Interrumpió su visita y al día siguiente hablaba a los berlineses desde el ayuntamiento del barrio de Schöneberg, en el sector occidental. Le acompañaba el excanciller Willy Brandt, el socialdemócrata que había tenido que asistir siendo alcalde de la ciudad a la construcción del muro.
A Angela Merkel, por entonces una germano-oriental de 34 años consagrada a la ciencia, no le ha importado reconocer que estuvo entre quienes no calibraron de inmediato la relevancia de la frase de Schabowksi. Era un jueves, tenía su sauna semanal, no iba a cambiar sus planes. Llamó a su madre para recordarle su promesa de que en cuanto fuera posible irían juntas a comer ostras al lujoso Hotel Kempinski, en el lado occidental. Unas horas después, a la salida de la sauna, se sumó a los miles que seguían cruzando la Bornholmer Strasse. Pasó al otro lado y se tomó una cerveza en casa de unos desconocidos occidentales que "muy amablemente", según ha contado, la invitaron. Y luego se retiró a su casa. A la mañana siguiente tenía que madrugar.
Kohl asumió de inmediato su cometido de artífice de la reunificación; Merkel tardó aún quince años en convertirse en la primera mujer y la primera persona crecida en territorio comunista al frente de la potencia europea surgida de la reunificación.
Fue una unificación expres, para la que Kohl debió superar el rechazo de quienes temían el regreso de una Alemania fuerte, agrandada territorial y demográficamente. Gorbachov se comportó como el mejor aliado, mientras la británica Margareth Thatcher colocaba obstáculos en el camino.
El 3 de octubre de 1990 entró en vigor el Tratado de Unidad por el que el territorio de la RDA quedó absorbida por la República Federal de Alemania (RFA). Para entonces, Merkel había aparcado ya la ciencia para entregarse a la política. Se suele decir que su descubridor fue Kohl,
aunque en realidad fue Lothar de Maizière, el último jefe del Gobierno de una RDA ya transicional. De Maizière percibió en esa neófita uno de los talentos frescos que Kohl precisaba para su cantera de políticos crecidos en la RDA y limpios de toda sombra comunista.
El traslado de la capitalidad a Berlín fue mucho más lento. Bonn había ejercido de capital federal desde la fundación de la RFA. Había sido una cómoda "aldea federal" para la clase política occidental, incluido Kohl, originario del vecino "Land" de Renania Palatinado. La decisión de mudar la capital a Berlín se adoptó en junio del 1991, tras once horas de debate en el Bundestag (Parlamento federal) por 17 votos de diferencia -337 a favor, 320 en contra-. Era una decisión política, que rompía el dogma del federalismo a favor de una capitalidad fuerte. No se consumó hasta 1999.
Con la gran mudanza del aparato funcionarial, gobierno y parlamento desde la aldea federal se precipitó la siguiente gran metamorfosis del Berlín liberado del muro. Para la ciudad, para Alemania y para el resto de la UE. El centro del poder de la mayor potencia europea ya no quedaba en una ciudad de 320.000 habitantes, a orillas del Rin, a tres horas y media en tren desde París, sino a 100 kilómetros de la frontera con Polonia. Los nuevos ministerios se repartieron entre edificios que habían acogido al aparato del Tercer Reich, dependencias prusianas o ejemplos de la arquitectura propia de la Alemania comunista, convenientemente rehabilitados. El viejo Reichstag revivió como sede del Parlamento federal, el Bundestag, entre nuevos edificios hechos de imponentes estructuras de hormigón, acero y cristal, como la Cancillería; lo que fue tierra de nadie en tiempos del muro, la Postdamer Platz, se convirtió en un paisaje de multicines, restaurantes y espacios de ocio. Distritos enteros de lo que fue el sector este, como Prenzlauerberg o Friedrichshain, pasaron a ser los barrios noctámbulos de la modernidad, con sus viejas viviendas reformadas como lofts de lujo y el consiguiente arrinconamiento hacia otras zonas menos codiciadas de quienes fueron sus habitantes, los germano-orientales. El nuevo centro, Mitte, se pobló de emprendedores y otros recién llegados. El fenómeno alcanzó también al viejo Kreuzberg, barrio alternativo y revolucionario por excelencia del oeste, otra de las piezas codiciadas por los nuevos inquilinos.
Fue una metamorfosis urbanística sin tregua, que discurrió en paralelo a la política. Kohl quedará para la historia como el "canciller de la reunificación". Pero políticamente murió con la república de Bonn. Un año antes de la gran mudanza había sido derrotado en las urnas por el socialdemócrata Gerhard Schröder, el primer canciller que ejercería el poder desde el nuevo Berlín. Kohl pasó a una retaguardia nada gloriosa. Tras su derrota estalló el escándalo de la red de cuentas secretas en la Unión Cristianodemócrata (CDU, el partido que había dirigido durante 25 años. Merkel, la "muchachita del este", como la había llamado Kohl, saltó de la posición de secretaria general a la de líder del partido, catapultada por un artículo en el conservador "Frankfurter Allgemeine Zeitung" llamando a emanciparse de Kohl.
Berlín era la nueva capital de los prodigios europea, con Schröder en la nueva cancillería, y un rompedor ministro de Exteriores, el verde Joschka Fischer, marcando nuevas pautas. Era una capital definida como "pobre, pero sexy" por Klaus Wowereit, el socialdemócrata que ocupó su alcaldía de 2001 a 2014. En esa nueva ciudad de los prodigios debía haber lugar para todos todos: para el funcionariado recién llegado del aseado Bonn a una ciudad con fama de sucia y anárquica; para los eternos revolucionarios de Kreuzberg; para las familias turcas que convertían en inmensas barbacoas las explanadas junto al palacio presidencial, Bellevue; para los germano-orientales desplazados de sus barrios tradicionales. La gentrificación asomaba por las esquinas.
El canciller Schröder cambió la piel al Bundesregierung; desde la oposición, Merkel iba derribando, uno tras otro, a todo aquel que cometió el error de considerarla una rival débil. Una líder pasajera que tomaba las riendas de la CDU cuando nadie las quería y a la que se devolvería a su rincón en cuanto amainara la tormenta. Schröder estuvo entre los que se equivocaron con Merkel. Asistió sin
dar crédito a la victoria de su rival conservadora en las generales de 2005. Y tuvo que ver, tras negarle públicamente esa victoria ante las cámaras, la misma noche electoral, cómo Merkel se colocaba al frente de una gran coalición, con su partido socialdemócrata como socio menor.
Berlín entró así en la siguiente fase de su metamorfosis. En la capital pobre, pero sexy, centro del poder europeo, se había instalado un nuevo estilo de liderazgo. No solo por ser mujer y crecida en el este, sino como personaje insólito en política, que no trataba de imponer su criterio a fuerza de puñetazos en la mesa, sino con sangre fría y perseverancia. Alemania sorprendió al mundo con una líder cuya biografía aparentemente demostraba que algo sí salió bien en la reunificación. Era el contramolde a la frustración de tantos germano-orientales que se sentían ciudadanos de segunda clase: la hija de un pastor protestante de una parroquia de Brandeburgo, la muchacha del este crecida al otro lado del muro, imponía su sangre fría en la UE, del G7, ante Washington o Moscú.
Desde la "Waschmachine", como se apoda a la Cancillería por su aspecto de aséptica lavadora, condujo Merkel a la UE en la crisis del euro, aferrada al dogma de la austeridad. Una fórmula que a ella le cuadraba con la doctrina del hogar donde creció. Pero que se cebó en los países del sur, los más castigados por la crisis, y arrastró a la precariedad a una Alemania en que su antecesor socialdemócrata había atestado ya duros recortes, tras décadas de estado de bienestar superlativo.
Berlín resistió. Los alquileres se encarecieron, pero seguían estando por debajo de otras capitales europeas; sus habitantes se habían acostumbrado a vivir en una ciudad eternamente patas arriba; algunos convertían esa estética en señal de identidad. El Berlín heroico que sobrevivió a los bombardeos aliados y al trauma del muro no se hunde.
A la crisis del euro le siguió la de los refugiados. Merkel respondió manteniendo abiertas sus fronteras cuando los vecinos las cerraban. Dejó que en 2015, el año álgido de la crisis humanitaria, entraran en el país casi un millón de asilados. "Lo conseguiremos" -"Wir schaffen es"-, fue la frase con que quiso sintetizar la capacidad del país para asumir el desafío. Cambiaron de piel los hangares del viejo aeropuerto de Tempelhof, se convirtieron en centro de acogida. Llevaba años creciendo la hierba en lo que fueron las pistas de aterrizaje durante el nazismo, durante el puente aéreo que salvo al sector occidental del bloque soviético, en 1948, o hasta que finalmente dejó de operar como aeropuerto ciudadano, en 2008. Sus pistas se habían convertido en una gran área sin normas concretas, tierra de nadie o espacio ciudadano para todos, entre patinadores, ciclistas, cometas al viento y meriendas colectivas. Familias sirias u hombres solos se instalaron en barracones provisionales de Tempelhof, el mayor entre los múltiples centros de acogida repartidos por una capital de tejido multétnico. Berlín pudo también con ese caudal humano tan distinto al anterior desembarco de población en la ciudad -el aseado funcionariado, los emprendedores y los hipster.
La de Berlín es una historia permanentemente en construcción, inacabada. Treinta años después de la caída del muro sigue siendo una capital atípica, con pocos rincones identificables como coquetos, fea y sucia para algunos, fascinante para otros muchos, que no esconde las cicatrices de su historia, sino que las exhibe con algo del orgullo prusiano. Una capital, donde la precariedad aprieta, pero no ahoga.
El cinturón ultraderechista sobre la capital
Algo en la reunificación no salió como planeó Helmut Kohl: la evolución política del antiguo territorio de la República Democrática Alemana (RDA). En los años siguientes al Tratado de Unidad surgieron en su territorio bastiones del postcomunismo. El Partido del Socialismo Democrático (PDS) triunfaba, bajo el liderazgo del carismático Gregor Gysi y pese a los intentos del resto de la clase política por arrinconarlo. El PDS se fusionó en 2005 con la escisión de la socialdemocracia liderada de Oskar Lafontaine. Nació así La Izquierda, un partido ahora consolidado también en el oeste, aunque perdió fuelle en el este.
Mucho más alarmante es la actual efervescencia de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD). A escala del conjunto del país, representa al 12 % de los votantes. En Sajonia, en el este, escaló al 28 % en las últimas elecciones regionales. Y en el “Land” que envuelve la capital, Brandeburgo, ruge su corriente más radical y cercana al neonazismo.
Berlín resiste. La fuerza más votada en la capital en las pasadas europeas fueron los Verdes. Los ecologistas lideran también en intención de voto de cara a las regionales de 2021 en la capital.
El muro en la cabeza… del turista
Suele asegurarse que el muro sigue existiendo en la cabeza de los berlineses y también en su bolsillo. Sigue sin haberse logrado la equiparación plena salarios y jubilaciones, aunque las diferencias se redujeron. Se estima que el agravio comparativo de lo que se percibe en el este respecto al oeste se sitúa ahora en el 10 %.
Sí hay equiparación plena, en cambio, respecto al coste de la vida. Los alquileres subieron entre 2012 y 2016 un 28 % o hasta un 50 % en la última década en los distritos más codiciados. Ciudadanos que sufrieron el trauma diario de vivir junto al muro tuvieron que mudarse por no poder pagar el alquiler.
Berlín vive un boom turístico parejo a la especulación inmobiliaria: 32 millones de pernoctaciones al año. La pregunta de por dónde pasaba el muro es la más frecuente entre los turistas. Los puntos de máxima atracción son el memorial de la Bernauerstrasse, una de las calles que quedó cortada por el muro, y la East Side Gallery, el fragmento más largo que sigue en pie, convertido en muestra de arte callejero con sus famosos grafitis.
Con el visitante low cost masificado aparecieron brotes de turismofobia; y la disneyficación que practican ciertos museos privados o parques temáticos sobre cómo era la vida en la RDA supone la vanalización de un desgarro ciudadano aún por cicatrizar.